Viajaba yo en las entrañas del metro de esta sufrida capital; toda una odisea que muchos realizan cada día y que siempre parece ser adornada por esos vocingleros que, aunque no existen en teoría, recorren los vagones vendiendo productos chinos en diez pesitos o pidiendo dinero.
Este escenario, que literalmente cuenta con un enorme público cautivo, también es visitado por jóvenes que, impostando la voz, dan a conocer al mundo su habilidad poética.
Recorren los vagones lanzando versos de Neruda o Mistral, en el mejor de los casos, con ese aire de artistas sufridos, librepensadores y espíritus sin cadenas. Todo un acontecimiento de luz para nuestras grises vidas, según parecen pensar.
Me encontraba a mitad de mi viaje, muy pendiente de mi teléfono, cuando uno de esos individuos se hizo presente. Mi actitud en estos casos es la de ponerles atención. El esfuerzo que hacen me parece admirable y -como buen introvertido- admiro a quienes logran ese tipo de desplantes.
Luego de las consabidas coplas, este joven comenzó una diatriba que me llamó aún más la atención: nos regañó a todos los pasajeros por venir utilizando nuestro smartphone.
-Quita tu vista de la pantalla y comienza a fijarte en tu entorno, en tu mundo, en tu vida-, era el exhorto. -No hagas lo mismo que hacen todos sólo por seguir el ejemplo-.
A ese individuo le parecía detestable que los pasajeros del metro estuviéramos más preocupados por nuestros equipos portátiles que por la belleza arquitectónica de los hoteles de paso de Calzada de Tlalpan.
Por un momento sentí que tenía la razón; que estábamos “desperdiciando” cosas mejores por permanecer con las narices metidas en nuestros teléfonos, pero de inmediato se me pasó.
En el transporte público, toda la gente que mira de forma fija sus equipos en realidad está llevando a cabo una actividad. Los más, en estrecho contacto con amigos, padres, madres, parientes, novios (y un largo etcétera): gracias a las apps de mensajería podían platicar, reír y hasta llorar con seres queridos que a lo mejor ni se encontraban en el mismo país.
Unos ven videos, otros juegan, oyen música y algunos casos (que ya no son nada raros, para nuestra fortuna) hasta leen libros en sus smartphones.
El caso es que la mayoría de la gente en el transporte público ya tiene una alternativa al aburrimiento de las calles de todos los días o de los túneles del metro.
Contrario a lo que ese pequeño poeta urbano piensa, la gente usa sus celulares para salir de la rutina, para interactuar e intercambiar hechos y sentimientos con seres amados, para distraerse viendo una película o, de plano, leyendo noticias.
Los modernos gadgets nos ayudan a estar cerca, a mantenernos comunicados y conectados con el mundo real. Son el mejor remedio para esos momentos de hastío que representan los largos transportes dentro de nuestra ciudad.
Si, de acuerdo, hay momentos en que distraernos con nuestro teléfono es lo más grosero y antisocial que se puede hacer; durante una reunión, cuando estamos con nuestra pareja o con la familia.
Pero, para el caso, es lo mismo que llevar un periódico o un libro y, sin aviso alguno, ponernos a leer justo en medio de una reunión social. ¿Nunca se han fijado que, en los restaurantes que hay televisiones prendidas, la mayoría de los concurrentes ni la boca cierran de tan concentrados que están mirándola?
¡Hay tiempos y espacios para todo!
A mi no me vengan con chantajes. Cuando voy solo en el metro, prefiero ponerme a mandar mensajes o responder correos electrónicos. Tengo la suerte que durante esos tiempos muertos, puedo aprovechar para hacer contacto con personas que, de otra manera, apenas y me enteraría de los avatares de su existencia.